6.18.2009

La Noche de las Rosas Blancas...


Esa tarde como todas las tardes ayudaba a mi padre en la forja, era un día brillante y normal hasta ese momento... al caer la tarde el estruendo de los cascos de cientos de caballos, nos advirtieron que iba a dejar de ser un día normal.

Salimos de la forja, sudorosos y asustados, en el horizonte, se veían los estandartes, pero no se definía su identidad. Miré a mi padre y pregunté:

-Padre, ¿quiénes son? ¿A qué vienen?

Mi padre solo me miró y echo a correr.

Fui detrás de él, pero mis pequeños pasos jamás podrían alcanzar las largas zancadas que mi padre, un gigante entre los del pueblo, daba. Mi padre iba gritando, alertando al pueblo, las campanas de la iglesia empezaron a repicar, pero su repique era distinto, era un TAM TAM TAM angustiado, presuroso, casi agobiante. Sin darme cuenta estaba en la entrada de mi casa y ahí estaba mi madre llamando a los niños, no sólo a mis hermanos, sino también a todos los niños que por ahí estaban. Me miró y dijo:

- Peter, ya casi eres un hombre, corre alerta a la gente, ayuda como puedas y aléjate de las espadas, hijo recuerda que te amo.

Me quede mirándola, dándome cuenta de lo hermosa y fuerte que era mi madre. Me di la vuelta y corrí de nuevo hacia el centro del pueblo. Al llegar ahí ya estaban todos lo mayores armándose, mi pueblo es en su mayoría de herreros, nuestra principal fuente de ingresos venía de ahí, nuestras armas, las más fuertes y filosas de los reinos, pero no éramos guerreros y la mayoría de los hombres estaban en las montañas buscando metal. ¿Cómo haríamos para defender nuestras tierras? Mientras me perdía en mis cavilaciones ellos ya estaban arrasando todo a su paso. Incendiando, cortando y aplastándolo todo. Oí un grito y cuando volteé lo vi... era un ser imponente, envuelto en una armadura negra y un gran yelmo en forma de calavera y ahí estaba su estandarte una copia de su yelmo con una serpiente entrando por la boca y saliendo por el orificio de uno de los ojos. Su voz era fuerte y fría y sus ojos tenían esa mirada que sólo los reptiles tienen...

- Encontrad esas armas y no os distraigáis con nada más.

Me escondí a un lado del pozo, atento a lo que pasaba a mi alrededor, un grupo de guerreros evidentemente elites entraban a la alcaldía y sacaban, una a una, las cajas de armas que con tanto esfuerzo habíamos logrado llenar, nos estaban quitando el sudor de nuestras frentes, las llagas de nuestras manos y la comida de nuestras mesas, si tan solo ya fuera un hombre, juro que hubiese atravesado su garganta con una espada de mi padre, pero solo tenía doce años y ellos eran tantos...

Escuchaba los gritos de mi gente, acompañados de las carcajadas frenéticas de un grupo de destructores que no sólo se conformaban con que ya las armas estaban en su poder, sino que querían arrasar al pueblo, lo estaban quemando y destrozando, ¿por qué su líder permitía que ignorasen sus órdenes? Lo busqué y me di cuenta que ya estaba a lo lejos junto a las carretas con las armas, rodeado de sus guerreros elites, ahí fue cuando me di cuenta de la diferencia de sus tropas. Allá con él estaban unos guerreros en cuyas espadas no se veían restos de sangre, eran guerreros formados y aunque lo que hacían estaba mal, seguían su código y se habían limitado a cumplir las órdenes de su superior; en cambio los que estaban arrasando el pueblo eran vulgares mercenarios que disfrutaban matar y mancillar a las mujeres, para ellos solo era diversión. Recordé lo que dijo mi madre y lo único que se me ocurrió hacer fue orar.

- Paladine, escucha a mi pueblo, observa cómo nos defendemos, por favor te imploro que nos ayudes, solos no sobreviviremos...

Y mis ruegos fueron escuchados...

Atravesaron el pueblo y a su paso eran pocas las cabezas de los mercenarios que quedaban sobre sus hombros, entraron cabalgando y en sus caras primero había confusión pero rápidamente entendieron todo, eran Guerreros, eran los enviados de Paladine...

Uno con la cabeza completamente rapada, su mirada estaba llena de sabiduría y sus puños golpeaban cual martillos... era un monje.

El otro era tan alto como mi padre, era un hombre de anchos hombros y fuertes brazos, su armadura brillaba con un aura de valor y su espada era la espada perfecta, jamás antes vista por mis ojos.

El último era sorprendente, acompañado de un tigre blanco, del cual parecía ser hermano, era un hombre joven en apariencia pero sus ojos hablaban de años, muchos años... era el más extraño hombre que he visto, no sé siquiera si era un hombre, mas parecía un híbrido de hombre tigre.

Los tres pelearon con valor, cada uno con su estilo, el monje proyectaba a los mercenarios como si fueran simples espantapájaros, el coloso caballero combinaba su arte en la batalla entre los perfectos movimientos de su espada y el honor que de él emanaba, lo vi ir de un sitio a otro ayudando a mi pueblo, su montura parecía entenderlo y ese hermoso caballo escoltaba a los pequeños hasta la seguridad de una de las pocas casas que no había sido incendiada. El hombre tigre acompañado de su fiel compañero, eran los más feroces, peleaban con sus garras y fauces, arrancando a destajo los cuellos de los mercenarios.

Mi pueblo al verlos reanudó la batalla con mayor fuerza, la moral de mi gente creció y cada uno de nuestros siguientes golpes fueron más certeros inspirados por los tres compañeros.

Yo di las gracias y ahora que las de ganar estaban de parte de mi pueblo me arriesgué a salir de mi escondite y corrí de un lado a otro ayudando a todos a llegar a la seguridad de la escuela, ahí llegaban los heridos, los niños y todo aquel que no podía defenderse, la escuela estaba custodiada por varios de los hombres más fuertes del pueblo, entre ellos por mi padre. Pasaban los minutos, mi madre y mis hermanos no llegaban, me acerqué a mi padre y se lo dije. Todavía hoy recuerdo como se transformó su cara, y me dijo:

- Peter, prepárate vamos hacia la casa a buscar a tu madre y a tus hermanos, mas no sé que encontraremos... Debes ser fuerte porque solo contamos el uno con el otro. Necesito que me obedezcas sea lo que sea que te pida que hagas...

Sin entender muy bien sus palabras asentí, y corrimos hacia el otro extremo del pueblo, hacia nuestra casa, en el camino pude ver a mis héroes, los cuales se había separado en la batalla y así fue como tuve oportunidad de ver lo que pasó...

El gran caballero de armadura reluciente seguía peleando como si el tiempo para él se hubiese detenido, no se notaba en sus golpes el cansancio de las ya innumerables batallas singulares que había sostenido, fue entonces cuando se detuvo en seco y su mirada de preocupación dirigió la mía hacia un lado de mi casa. Estaba ahí un anciano peleando por su vida y su desventaja era obvia, ya que el hombre aparte de estar de rodillas, un trapo cubría sus ciegos ojos; su atacante, un hombre sin honor, se preparó para apuñalear al ciego mientras con su otra mano forcejeaba por la espada. Volví a ver al caballero y me di cuenta que por mucho que corriera no llegaría a tiempo para impedir la muerte del anciano, pero algo pasó veloz ante mí, era un perro dorado y dando un brinco se metió entre su amo y el puñal que cegaría ahora su vida, el anciano gritó y con una furia incontenible se levantó y ante los ojos atónitos de su adversario, separó sus espadas y cruzó el cuerpo del mercenario, sorprendido miré al caballero y la sorpresa y admiración estaban reflejadas en sus ojos... el anciano recogió el ensangrentado cuerpo de su noble perro y camino hacia el caballero le dijo:

- Caballero, dime cuál es tu nombre, para así agradecerte que salves la vida de mi noble compañero.

-Mi nombre es Kerchack.

Y así fue como supe su nombre, Kerchack, impuso sus manos sobre la herida del labrador dorado y una luz azul emanó de ellas y la herida se cerró. Ahí fue cuando me di cuenta que en el peto de su armadura relucía el símbolo del infinito de Mishakal, diosa de la curación, esposa y consejera del dios Paladine. Entendí que Kerchack era un paladín de Mishakal; en ese momento escuché el grito de mi padre, el cual ya había entrado a la casa en busca de mis hermanos y madre.

Mi madre estaba en el suelo junto a mis hermanos; mi padre la había empujado justo a tiempo para evitar que una columna le cayera encima, quedando las piernas de él atrapadas debajo de una columna de fuerte y macizo roble. Corrí hacia mi madre para asegurarme primero de que estaba bien y cuando fui hacia mi padre ya Kerchack estaba ahí ayudándolo a levantar la colosal columna sólo lo suficiente para que pudiera liberar sus piernas. Entre los dos lograron levantar un poco la columna.

Kerchack ayudó a mi padre a levantarse, gracias a Mishakal sólo cojeaba, mi madre abrazó a mi padre y lo ayudó a caminar hacia el refugio de la escuela. Mientras tanto yo trataba de localizar a mis otros dos héroes y encontré al monje, se dirigía hacia la salida del pueblo, donde estaba el líder de los atacantes, con la tez serena avanzó, pero algo, una barrera invisible le impidió llegar hasta él, se notaba que el monje se sentía impotente al ver tanta muerte y destrucción, alzo la voz y le dijo:

- ¡Tú! Detén ya a tus tropas, ordénales que se retiren.

Y el ser de la calavera comenzó a reír, con una risa hueca y tenebrosa, apuntó al monje con su dedo. Inmediatamente el monje levanto también su puño y ambos se quedaron viéndose. Detrás de mí estaba Kerchack, observando la escena y con voz preocupada solo dijo:

- Cuidado Samyee.

Todo el pueblo parecía haberse congelado, ya la batalla había cesado, toda la tensión estaba ahora ahí, sobre esa colina, en esa batalla singular de razones, entre Samyee y él. De repente, un grito rompió el silencio y el Líder de la Calavera dijo apuntando todavía a Samyee:

-¡MUERE!

Rápidamente Samyee también grito y de su puño salió una versión fantasmal de él mismo proyectándose hasta golpear a su adversario, inmediatamente ambos cayeron al suelo. Unos seres de túnicas negras y completamente cubiertos se formaron en fila entre su líder y el pueblo y empezaron a entonar un cántico tenebroso y aquella barrera, antes invisible se hizo más fuerte, parecían rayos atrapados entre cristales.

Kerchack corrió hacia Samyee, y apareció el híbrido con su tigre, los cuales estaban liquidando a los mercenarios que quedaban; el soberbio animal, se arraigó a los pies del cuerpo de su compañero caído. Kerchack viendo la expresión de furia del hombre híbrido le dijo:

- Molisar, ¡calma! No pongas en peligro tu vida.

Molisar no le hizo caso y rugiendo con furia corrió hacia la barrera, en el camino se encontró con un mercenario rezagado y casi sin dificultad, con sus garras le arrancó la cabeza y la arrojo desafiante hacia la barrera; al llegar se golpeo muy fuerte y cayó de rodillas, rugiendo, gimiendo... El dolor por la muerte de su amigo se desataba en una furia solo contenible por la barrera mágica, la cual golpeó una y otra vez con sus garras, sin poder alcanzar su objetivo.

Yo me encontraba cerca del cuerpo de Samyee. Ahí estaba Kerchack como en un trance, de rodillas con el cuerpo de su amigo entre los brazos, parecía que estuviera conversando con alguien y de repente dijo:

- ¡Sí, daría mi vida por la de él...

En ese momento, Kerchack cayó suavemente hacia atrás, Samyee abrió los ojos y Molisar corrió hacia sus compañeros, rugiendo y con la vista nublada por las lágrimas levantó el inmenso cuerpo de Kerchack y empezó a caminar hacia la iglesia, seguido de su tigre y de un atormentado Samyee, el cual sólo preguntaba ¿por qué lo hizo? ¡Era yo el que debía estar muerto!

Todos sin preocuparnos de nada mas, caminamos cobijados en la oscuridad tras los compañeros hacia la iglesia, una vez ahí, Molisar puso con cuidado el cuerpo de Kerchack sobre el altar y todos comenzamos a orar, agradeciendo la ayuda recibida y venerando a nuestros caídos en batalla y en especial al caballero. De repente, del pecho de Kerchack, de donde estaba el símbolo de Mishakal, una tenue luz azul fue intensificándose hasta cegarnos a todos.

Cuando pude abrir mis ojos vi a los compañeros enlazados en un abrazo fraternal, muchos reíamos, otros todavía lloraban la muerte de sus fallecidos y en medio de abrazos y consuelos las puertas del templo se abrieron y vimos entrar sonrientes a algunas de las personas que habían dado su vida por defender nuestro pueblo. Las esposas, esposos e hijos corrieron hacia fuera para ser parte del milagro, buscando a los suyos por el campo de batalla que habían sido las callejuelas de nuestro pueblo...

En cada sitio, donde había caído uno de los nuestros, al ellos levantarse florecieron maravillosos rosales, de fuertes tallos y flores tan blancas que parecía que irradiaban cual estrellas en la oscuridad. El rosal más impresionante de todos, fue aquel que floreció donde un hombre había dado su vida por defender a unos extraños; otro, la suya por un amigo y en donde aprendimos que sin importar de donde venga, el honor y la amistad son tan fuertes vínculos como lo es la sangre.

4.05.2009

CRISTIANISMO



Hace algún tiempo me topé con un par de personas bastante fanáticas religiosamente; de aquellas de las que creían que "matar a un infiel no es pecado" y como siempre es bueno un buen debate, comenzamos a hablar de los defectos de la religión. Más vale que no, comenzaron con su sermón eucarístico y no me dejó hablar. Pero me di cuenta que la Sra. en cuestión es lectora de mi blog, pues, he aquí mi respuesta para usted, Lilia y espero que la haga llegar a Steve.
Queria Lilia Pérez, muchas gracias por tu respuesta, yo también te invito a documentarte mejor.

Comencemos con el "Evangelio de Jesús", tengo muchísimos años escuchando sobre la religión cristiana (sí, a mi parecer es una religión más) y jamás había escuchado que Jesús había escrito un evangelio, hasta donde tenía entendido, fueron sus "apostoles". También hay que tomar en cuenta que para la época de Jesús Cristo (- 6 a.C - 27 d.C según el calendario moderno) todo lo que hoy es Israel era parte del Imperio Romano, la mayoría de la gente, entre ellos los seguidores de ese maestro no sabían leer, ni escribir, únicamente Simon bar Jonah (Simón, hijo de Jonás en hebreo), quien fue llamado Petro posteriormente por los mismos romanos, quien era un próspero pescador. Sus narraciones pasaron de boca en boca hasta que fueron escritas y aún en ésta época vivimos el hecho de trasdiversar la información oral.

Hablemos del Primer Consilio de Nicea, invocado por el Emperador Romano Constantino, quien por una estrategia política reunificó su agrietado imperio bajo la consigna del cristianismo, de nuevo se trasdiversaron temas sobre la vida de Jesús Cristo, como su fecha de nacimiento, el 25 de Diciembre, esa es la fecha de nacimiento real de Apolonio de Tiana, un griego, maestro filósofo y pacifista, como lo fué Jesús, que tenía sus adeptos. Según la posición de las estrellas, descrita por los 3 reyes persas que acudieron a saludar al nuevo monarca, Jesús nació durante los primeros 15 días del mes de Abril. Otros factores agregados a su vida fueron la cruz con los 4 apóstoles (Marcos, Juan, Lucas y Mateo) y Jesús en el centro, que no es mas que la representación egipcia del zodiaco, con el sol en el centro y los 4 signos fijos a los extremos (Acuario, Tauro, Leo y Escorpio). La divinización y los poderes sobrehumanos del Cristo, fueron tomados de las historias de Budah, Simon Magus, entre otros avatares. Crean la imagen de Cielo, Purgatorio e Infierno, vida eterna, también sacada del "Libro de los Muertos" de la religión egipcia. Se tocaron otros temas, que no vienen al caso, como la ordenanza de sacerdotes y obispos y la figura del Papa.
Ahora demos pie al Segundo Concilio de Nicea en 787a.C., convocado por la Emperatriz Irene, madre del Emperador Constantino VI y el Papa Adriano I, durante el Imperio Bizantino. Fue la séptima reunión para discutir temas del cristianismo. Se les "devuelve" el derecho a los practicantes de la religión para adorar imagenes, se establecen la Imagen Santa de la "Virgen" María como Santa Madre, aparecen las primeras pinturas de la imagen de Jesús y se establece la figura de Santo como mártir y "ejemplo a seguir". La adoración de imágenes fue prohibida, según el libro del Exodo, cuando Moises muestra las tablas con los mandamientos, en el Monte Sinaí, casi 1400 años atrás, según la tradición.
El Dios hebreo Yaweh, y su transfiguración idiomatica Eowah (transfiguración hecha por los sajones del siglo V, para ajustarlo a la diferencia de lenguas), luego quedando Jehovah es exactamente el mismo Dios Allah, para el islamismo, inclusive, en árabe, Allah significa Dios. Fanáticos religiosos han tratado de desprestigiar esta afirmación diciendo y publicando que Allah no es más que la unión del Dios persa Luna, con la Diosa persa Sol, ambos paganos, de una época tan antigua como lo fueron las invasiones persas a occidente, sin incluir a los Moros.
Y bueno, la verdad yo no estoy reclamando, ni metiendome con sus creencias, simplemente pido que se respete la forma de pensar de los demás, la diversidad es lo que hace a este mundo nuestro hogar. Aunque pensando un poco, me parece que es más bien un sitio de vacaciones, algunos las aprovechamos y la pasamos bien, otros no hacen gala de su inteligencia y se quedan como los conformistas que son.
Steve, Dios es Creador y Padre, tú como papá enviarías a tu hijo a un lugar de sufrimiento eterno?..... No, verdad? El infierno, como lo conocemos e imaginamos, es el infierno narrado por Dante en "La Divina Comedia", es el sitio de castigo y sufrimiento con que nos han lavado el cerebro desde que Constantino oficializó esta religión y cuyo propósito era y es el de mantener a los feligreses controlados con el miedo. Antes de él, se hablaba de las enseñanzas de Cristo como enseñanzas de paz y amor, al igual que las enseñanzas de Siddhartha, quien luego sería el primer Buddah (su filosifía se aprecia en el Dharma Panna y tiene muchísima similitud con la filosofía cristiana).
Me parece ridículo criticar la fe de otras personas, cuando para ellos esa es su verdad, como me parece ridículo que otras personas critiquen su creencia y estilo de vida; siempre y cuando se rija bajo los lineamientos del sentido común. Tampoco es la idea aplaudir a un fundamentalista islámico que cree que alcanzará la "Gloria de Allah" al explotar y matar a cuantos cristianos y judíos pueda. Se han hecho estupideces en el nombre de la religión, deberíamos (en vez de criticar las formas de alcanzar el camino de cada quien) aprender y evolucionar, en vez de formar una nueva cruzada sin razón.
Podemos ver la imagen de Dios como un cubo, cada lado tiene un color distinto y se colocan representantes de distintas religiones viendo un sólo lado del cubo. Cuando le pregunte qué color ve, cada quien responderá con el color de su lado, cada quien estará diciendo la verdad, pero no significa que el otro mienta.
Yo sí me documenté, desde hace muchísimo tiempo... Ahora es su turno.
Que tenga una excelente noche y gracias, siempre es agradable discutir este tipo de tópicos.

3.08.2009

LaSombra (Morte Penumbra)


Todos decían que no era normal lo que ocurría en esa casa, en la antigua mansión de la colina al Norte de aquí. En ella vivía un hombre extraño, el Marqués de Campelles, y nunca salía de su ostentosa, pero lúgubre vivienda; ni la servidumbre socializaba con el resto de los habitantes del pueblo, era como si carecieran de raciocinio, su mirada perdida hacía pensar que su alma había sido desplazada. Se comentaba que era una casa embrujada.


Únicamente y en contadas ocasiones al año el Gran Marqués recibía visitas, eran festivales y fiestas que las personas que no eran invitadas sólo podían imaginar, se regaba la voz de los grandes banquetes que ofrecía el Noble a sus selectos invitados, incluso algunos lugareños presumían de haber asistido a una que otra gala. Pero luego de pocos días, se volvía a la aburrida rutina, la lúgubre mansión en lo alto de la colina, el Marqués receloso que jamás salía, la fachada de la propiedad intimidante y gótica y las ventanas, con sus cortinas negras no dejaban curiosear el interior.


Ni siquiera los atrevidos adolescentes, siempre con sus bromas, su irreverencia y rebeldía se atrevían a curiosear. Pero había un joven que no era como todos los demás: sus padres habían muerto hacía algunos años y casi no tenía amigos. De hecho, los pocos amigos que tenía fueron los que le incitaros para que se aventurara al interior de la siempre obscura casa.


Pasaron las horas y Janus Craciun, el joven en cuestión, no volvía. Los amigos, asustados, no avisaron a nadie para que no les echaran las culpas de la desaparición de Janus. Nadie le echó en falta.


A los tres días, ya a la puesta del sol, se hallaba el grupo reunido en aquella vieja plaza donde el pueblo cobraba vida, comercios, bazares, sitios de comida, juglares y otros artitas callejeros animaban al público cuando una sombra empezó a cubrirlo todo, una sombra que impedía totalmente el paso de la luz: era más obscura que la mismísima Obscuridad, más negra que las cortinas de la mansión del tenebroso Marqués. La sombra era en un principio totalmente informe, pero de ella fueron saliendo poco a poco unos tentáculos de una obscuridad tan pura que era totalmente sólida. Al disiparse las tinieblas, comenzó a aparecer una silueta humanoide, poco a poco se iba aclarando. Era Janus, volvió de la mansión, pero ya no era él mismo; su rostro y sus ropas estaban cubiertas de sangre, sus ojos no reflejaban su inocencia, su alma ya no habitaba su persona; los cuerpos sin vida de algunas personas yacían a su alrededor.


La multitud huía despavorida para no ser alcanzado por los brazos de la sombra asesina, el caos se apoderó de la ciudad y pocos días después ya no quedaba nadie en las calles, las pocas almas que se atrevían a salir de noche, eran cazadas por la “Morte Penumbra”, incluso en la iglesia la gente era desangrada, sólo en el aislamiento de sus hogares, los habitantes de Campelles se sentían seguros, hasta que un día el temido asesino nocturno comenzó a entrar a los hogares. Ya nadie estaba a salvo, ya ningún lugar era seguro, ya la única salida era luchar o morir.


Durante el día, un largo y caluroso día de verano los ciudadanos organizaron una revuelta en el Palau Campelles, hogar del Gran Marqués, de quien se decía tenía un pacto con el mismísimo demonio y controlaba a aquel otrora inocente joven para asesinar a los indefensos de esa localidad. Una turba enardecida de campesinos, comerciantes, artistas y soldados armados con espadas, rastrillos, palos y antorchas irrumpió en la mansión del odiado y misterioso Marqués, mas cometieron el error de hacerlo al anochecer. Una penumbra, obscura cual abismo invadió la sala central, donde comenzaban a marchar los intrusos de la propiedad. Gritos, golpes y caídas resonaban en aquella majestuosa habitación del palacio, por primera vez vista por los plebeyos en siglos, el pánico invadió al ahora espantado grupo de vecinos y por sus vidas abandonaron la propiedad, sin mirar atrás, por miedo a ser alguno de ellos el próximo de la lista.


El más grande temor se hizo realidad, los rumores eran ciertos, el regente de ese sitio era un súbdito de la obscuridad. Y aquel joven solitario, su aprendiz.


El pueblo se deshabitó casi por completo hace más de ciento diez años desde que aparecieron los cadáveres de tres niñas con los huesos convertidos en polvo y las cabezas mirando en una dirección físicamente imposible en la fuente de la plaza. Los pocos sobrevivientes de aquella fallida incursión regaron la terrible historia, pero poco a poco se fue perdiendo el miedo, la historia comenzó a carecer de credibilidad.


Ahora Campelles es de nuevo una ciudad vibrante y llena de vida, donde las memorias de esa fatídica noche no son más que una leyenda urbana, un cuento supersticioso de monstruos de fantasía, pero la mansión continúa de pie, tan imponente e intimidante como siempre y permanece cerrada a las visitas. Únicamente abre sus puertas a sus misteriosos y envidiados festines y la gente del pueblo sigue presumiendo haber asistido a por lo menos alguna de las reservadas celebraciones, sin si quiera imaginarse lo que ocurre detrás de esas pesadas puertas, detrás de las negras cortinas……

2.11.2009

“Eres especial, como todos los demás”.

¿A caso intentan de decirte que eres tan especial como el rebaño de adaptados, conformistas que te rodean? Eres víctima de tu entorno, tus genes, tu status social y tu educación; te han moldeado a quien eres hoy. Quizás no existe algo que puedas hacer al respecto, pero quizás sí. Puede que lo que hayas pensado y/o hecho ya lo haya hecho alguien antes, como puede que seas pionero en el asunto…

¿Tienen idea de cuántas historias he leído y escuchado de “Eres especial porque eres único en el mundo” o “No eres especial, acéptalo, resígnate”? ¡¡¡Demasiadas!!! Sólo para llegar a la conclusión de que sí hay un puñado de personas especiales, aquellas que nos atrevemos a hacer lo que pensamos, aquellas que con nuestros pensamientos moldeamos nuestro entorno, quienes no tenemos miedo de experimentar…. ¡¡¡Ya va, ya va, ya me estoy pareciendo a Eddie Bauer y su comercial de Ford Explorer!!!

Quizás la oración “eres normal” no te guste, pero ¿qué has hecho para cambiarlo? ¿Qué te diferencia del resto de las personas? ¿Has inventado algo? ¿Escrito un libro? ¿Contribuido con tu entorno? Si no estás dispuesto a hacer algo que te haga sobresalir, entonces ¡¡¡no te quejes!!!

Entonces te encuentras con el dilema, ¿eres un pez más del cardumen que se mueve al unísono con su grupo, sin chistar, ni sobresalir o eres el arquitecto de tu propio destino, que está en camino de cambiar su entorno y sobresalir entre los demás? Siempre seguirás siendo parte de una sociedad, lo quieras o no, incluso los ermitaños son parte de una sociedad, el humano es un animal social… Mientras más sobresales, más criticado eres, te acusan e inventan rumores y si resbalas una sola vez te fusilan con comentarios que carecen de sentido y objetividad, indolentes y egoístas, que no son más que un intento fastidioso del habitante común para sentirse menos superado. Se juntan y cual mosquitos en una noche calurosa te pican hasta que desistes o te hagas inmune.

Entonces es tu decisión, ¿te refugiarás en la comodidad de la comunidad corriente y monótona o te arriesgarás a ser el blanco de las críticas de los envidiosos, sin vida propia? Quizás no lo eres, pero ¡¡¡sí puedes ser especial, no como los demás!!!


2.09.2009

La Máscara de la Muerte Roja, por Edgar Allan Poe



La "Muerte Roja" había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era encarnación y su sello: el rojo y el horror de la sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y luego los poros sangraban y sobrevenía la muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara de la víctima eran el bando de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda simpatía, y la invasión, progreso y fin de la enfermedad se cumplían en media hora.

Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron semidespoblados llamó a su lado a mil caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos al seguro encierro de una de sus abadías fortificadas. Era ésta de amplia y magnífica construcción y había sido creada por el excéntrico aunque majestuoso gusto del príncipe. Una sólida y altísima muralla la circundaba. Las puertas de la muralla eran de hierro. Una vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de salida a los súbitos impulsos de la desesperación o del frenesí. La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior se las arreglara por su cuenta; entretanto era una locura afligirse. El príncipe había reunido todo lo necesario para los placeres. Había bufones, improvisadores, bailarines y músicos; había hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de adentro. Afuera estaba la Muerte Roja.

Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusión, y cuando la peste hacía los más terribles estragos, el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de la más insólita magnificencia.

Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permitan que antes les describa los salones donde se celebraba. Eran siete -una serie imperial de estancias-. En la mayoría de los palacios, la sucesión de salones forma una larga galería en línea recta, pues las dobles puertas se abren hasta adosarse a las paredes, permitiendo que la vista alcance la totalidad de la galería. Pero aquí se trataba de algo muy distinto, como cabía esperar del amor del príncipe por lo extraño. Las estancias se hallaban dispuestas con tal irregularidad que la visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta metros había un brusco recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A derecha e izquierda, en mitad de la pared, una alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor cerrado que seguía el contorno de la serie de salones. Las ventanas tenían vitrales cuya coloración variaba con el tono dominante de la decoración del aposento. Si, por ejemplo, la cámara de la extremidad oriental tenía tapicerías azules, vívidamente azules eran sus ventanas. La segunda estancia ostentaba tapicerías y ornamentos purpúreos, y aquí los vitrales eran púrpura. La tercera era enteramente verde, y lo mismo los cristales. La cuarta había sido decorada e iluminada con tono naranja; la quinta, con blanco; la sexta, con violeta. El séptimo aposento aparecía completamente cubierto de colgaduras de terciopelo negro, que abarcaban el techo y la paredes, cayendo en pliegues sobre una alfombra del mismo material y tonalidad. Pero en esta cámara el color de las ventanas no correspondía a la decoración. Los cristales eran escarlata, tenían un color de sangre.

A pesar de la profusión de ornamentos de oro que aparecían aquí y allá o colgaban de los techos, en aquellas siete estancias no había lámparas ni candelabros. Las cámaras no estaban iluminadas con bujías o arañas. Pero en los corredores paralelos a la galería, y opuestos a cada ventana, se alzaban pesados trípodes que sostenían un ígneo brasero cuyos rayos se proyectaban a través de los cristales teñidos e iluminaban brillantemente cada estancia. Producían en esa forma multitud de resplandores tan vivos como fantásticos. Pero en la cámara del poniente, la cámara negra, el fuego que a través de los cristales de color de sangre se derramaba sobre las sombrías colgaduras, producía un efecto terriblemente siniestro, y daba una coloración tan extraña a los rostros de quienes penetraban en ella, que pocos eran lo bastante audaces para poner allí los pies. En este aposento, contra la pared del poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se balanceaba con un resonar sordo, pesado, monótono; y cuando el minutero había completado su circuito y la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del mecanismo nacía un tañido claro y resonante, lleno de música; mas su tono y su énfasis eran tales que, a cada hora, los músicos de la orquesta se veían obligados a interrumpir momentáneamente su ejecución para escuchar el sonido, y las parejas danzantes cesaban por fuerza sus evoluciones; durante un momento, en aquella alegre sociedad reinaba el desconcierto; y, mientras aún resonaban los tañidos del reloj, era posible observar que los más atolondrados palidecían y los de más edad y reflexión se pasaban la mano por la frente, como si se entregaran a una confusa meditación o a un ensueño. Pero apenas los ecos cesaban del todo, livianas risas nacían en la asamblea; los músicos se miraban entre sí, como sonriendo de su insensata nerviosidad, mientras se prometían en voz baja que el siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos una emoción semejante. Mas, al cabo de sesenta y tres mil seiscientos segundos del Tiempo que huye, el reloj daba otra vez la hora, y otra vez nacían el desconcierto, el temblor y la meditación.

Pese a ello, la fiesta era alegre y magnífica. El príncipe tenía gustos singulares. Sus ojos se mostraban especialmente sensibles a los colores y sus efectos. Desdeñaba los caprichos de la mera moda. Sus planes eran audaces y ardientes, sus concepciones brillaban con bárbaro esplendor. Algunos podrían haber creído que estaba loco. Sus cortesanos sentían que no era así. Era necesario oírlo, verlo y tocarlo para tener la seguridad de que no lo estaba. El príncipe se había ocupado personalmente de gran parte de la decoración de las siete salas destinadas a la gran fiesta, su gusto había guiado la elección de los disfraces.
Grotescos eran éstos, a no dudarlo. Reinaba en ellos el brillo, el esplendor, lo picante y lo fantasmagórico. Veíanse figuras de arabesco, con siluetas y atuendos incongruentes, veíanse fantasías delirantes, como las que aman los locos. En verdad, en aquellas siete cámaras se movía, de un lado a otro, una multitud de sueños. Y aquellos sueños se contorsionaban en todas partes, cambiando de color al pasar por los aposentos, y haciendo que la extraña música de la orquesta pareciera el eco de sus pasos.

Mas otra vez tañe el reloj que se alza en el aposento de terciopelo. Por un momento todo queda inmóvil; todo es silencio, salvo la voz del reloj. Los sueños están helados, rígidos en sus posturas. Pero los ecos del tañido se pierden -apenas han durado un instante- y una risa ligera, a medias sofocada, flota tras ellos en su fuga. Otra vez crece la música, viven los sueños, contorsionándose al pasar por las ventanas, por las cuales irrumpen los rayos de los trípodes. Mas en la cámara que da al oeste ninguna máscara se aventura, pues la noche avanza y una luz más roja se filtra por los cristales de color de sangre; aterradora es la tiniebla de las colgaduras negras; y, para aquél cuyo pie se pose en la sombría alfombra, brota del reloj de ébano un ahogado resonar mucho más solemne que los que alcanzan a oír las máscaras entregadas a la lejana alegría de las otras estancias.

Congregábase densa multitud en estas últimas, donde afiebradamente latía el corazón de la vida. Continuaba la fiesta en su torbellino hasta el momento en que comenzaron a oírse los tañidos del reloj anunciando la medianoche. Calló entonces la música, como ya he dicho, y las evoluciones de los que bailaban se interrumpieron; y como antes, se produjo en todo una cesacion angustiosa. Mas esta vez el reloj debía tañer doce campanadas, y quizá por eso ocurrió que los pensamientos invadieron en mayor número las meditaciones de aquellos que reflexionaban entre la multitud entregada a la fiesta. Y quizá también por eso ocurrió que, antes de que los últimos ecos del carrillón se hubieran hundido en el silencio, muchos de los concurrentes tuvieron tiempo para advertir la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie. Y, habiendo corrido en un susurro la noticia de aquella nueva presencia, alzóse al final un rumor que expresaba desaprobación, sorpresa y, finalmente, espanto, horror y repugnancia. En una asamblea de fantasmas como la que acabo de describir es de imaginar que una aparición ordinaria no hubiera provocado semejante conmoción. El desenfreno de aquella mascarada no tenía límites, pero la figura en cuestión lo ultrapasaba e iba incluso más allá de lo que el liberal criterio del príncipe toleraba. En el corazón de los más temerarios hay cuerdas que no pueden tocarse sin emoción. Aún el más relajado de los seres, para quien la vida y la muerte son igualmente un juego, sabe que hay cosas con las cuales no se puede jugar. Los concurrentes parecían sentir en lo más hondo que el traje y la apariencia del desconocido no revelaban ni ingenio ni decoro.

Su figura, alta y flaca, estaba envuelta de la cabeza a los pies en una mortaja. La máscara que ocultaba el rostro se parecía de tal manera al semblante de un cadáver ya rígido, que el escrutinio más detallado se habría visto en dificultades para descubrir el engaño. Cierto, aquella frenética concurrencia podía tolerar, si no aprobar, semejante disfraz. Pero el enmascarado se había atrevido a asumir las apariencias de la Muerte Roja. Su mortaja estaba salpicada de sangre, y su amplia frente, así como el rostro, aparecían manchados por el horror escarlata.

Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre la espectral imagen (que ahora, con un movimiento lento y solemne como para dar relieve a su papel, se paseaba entre los bailarines), convulsionóse en el primer momento con un estremecimiento de terror o de disgusto; pero inmediatamente su frente enrojeció de rabia.

-¿Quién se atreve -preguntó, con voz ronca, a los cortesanos que lo rodeaban-, quién se atreve a insultarnos con esta burla blasfematoria? ¡Apodérense de él y desenmascárenlo, para que sepamos a quién vamos a ahorcar al alba en las almenas!

Al pronunciar estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el aposento del este, el aposento azul. Sus acentos resonaron alta y claramente en las siete estancias, pues el príncipe era hombre temerario y robusto, y la música acababa de cesar a una señal de su mano.

Con un grupo de pálidos cortesanos a su lado hallábase el príncipe en el aposento azul. Apenas hubo hablado, los presentes hicieron un movimiento en dirección al intruso, quien, en ese instante, se hallaba a su alcance y se acercaba al príncipe con paso sereno y cuidadoso. Mas la indecible aprensión que la insana apariencia de enmascarado había producido en los cortesanos impidió que nadie alzara la mano para detenerlo; y así, sin impedimentos, pasó éste a un metro del príncipe, y, mientras la vasta concurrencia retrocedía en un solo impulso hasta pegarse a las paredes, siguió andando ininterrumpidamente pero con el mismo y solemne paso que desde el principio lo había distinguido. Y de la cámara azul pasó la púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a la anaranjada, desde ésta a la blanca y de allí, a la violeta antes de que nadie se hubiera decidido a detenerlo. Mas entonces el príncipe Próspero, enloquecido por la ira y la vergüenza de su momentánea cobardía, se lanzó a la carrera a través de los seis aposentos, sin que nadie lo siguiera por el mortal terror que a todos paralizaba. Puñal en mano, acercóse impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura, que seguía alejándose, cuando ésta, al alcanzar el extremo del aposento de terciopelo, se volvió de golpe y enfrentó a su perseguidor. Oyóse un agudo grito, mientras el puñal caía resplandeciente sobre la negra alfombra, y el príncipe Próspero se desplomaba muerto. Poseídos por el terrible coraje de la desesperación, numerosas máscaras se lanzaron al aposento negro; pero, al apoderarse del desconocido, cuya alta figura permanecía erecta e inmóvil a la sombra del reloj de ébano, retrocedieron con inexpresable horror al descubrir que el sudario y la máscara cadavérica que con tanta rudeza habían aferrado no contenían ninguna figura tangible.

Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en las salas de orgía manchadas de sangre y cada uno murió en la desesperada actitud de su caída. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último de aquellos alegres seres. Y las llamas de los trípodes expiraron. Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo.