6.18.2009

La Noche de las Rosas Blancas...


Esa tarde como todas las tardes ayudaba a mi padre en la forja, era un día brillante y normal hasta ese momento... al caer la tarde el estruendo de los cascos de cientos de caballos, nos advirtieron que iba a dejar de ser un día normal.

Salimos de la forja, sudorosos y asustados, en el horizonte, se veían los estandartes, pero no se definía su identidad. Miré a mi padre y pregunté:

-Padre, ¿quiénes son? ¿A qué vienen?

Mi padre solo me miró y echo a correr.

Fui detrás de él, pero mis pequeños pasos jamás podrían alcanzar las largas zancadas que mi padre, un gigante entre los del pueblo, daba. Mi padre iba gritando, alertando al pueblo, las campanas de la iglesia empezaron a repicar, pero su repique era distinto, era un TAM TAM TAM angustiado, presuroso, casi agobiante. Sin darme cuenta estaba en la entrada de mi casa y ahí estaba mi madre llamando a los niños, no sólo a mis hermanos, sino también a todos los niños que por ahí estaban. Me miró y dijo:

- Peter, ya casi eres un hombre, corre alerta a la gente, ayuda como puedas y aléjate de las espadas, hijo recuerda que te amo.

Me quede mirándola, dándome cuenta de lo hermosa y fuerte que era mi madre. Me di la vuelta y corrí de nuevo hacia el centro del pueblo. Al llegar ahí ya estaban todos lo mayores armándose, mi pueblo es en su mayoría de herreros, nuestra principal fuente de ingresos venía de ahí, nuestras armas, las más fuertes y filosas de los reinos, pero no éramos guerreros y la mayoría de los hombres estaban en las montañas buscando metal. ¿Cómo haríamos para defender nuestras tierras? Mientras me perdía en mis cavilaciones ellos ya estaban arrasando todo a su paso. Incendiando, cortando y aplastándolo todo. Oí un grito y cuando volteé lo vi... era un ser imponente, envuelto en una armadura negra y un gran yelmo en forma de calavera y ahí estaba su estandarte una copia de su yelmo con una serpiente entrando por la boca y saliendo por el orificio de uno de los ojos. Su voz era fuerte y fría y sus ojos tenían esa mirada que sólo los reptiles tienen...

- Encontrad esas armas y no os distraigáis con nada más.

Me escondí a un lado del pozo, atento a lo que pasaba a mi alrededor, un grupo de guerreros evidentemente elites entraban a la alcaldía y sacaban, una a una, las cajas de armas que con tanto esfuerzo habíamos logrado llenar, nos estaban quitando el sudor de nuestras frentes, las llagas de nuestras manos y la comida de nuestras mesas, si tan solo ya fuera un hombre, juro que hubiese atravesado su garganta con una espada de mi padre, pero solo tenía doce años y ellos eran tantos...

Escuchaba los gritos de mi gente, acompañados de las carcajadas frenéticas de un grupo de destructores que no sólo se conformaban con que ya las armas estaban en su poder, sino que querían arrasar al pueblo, lo estaban quemando y destrozando, ¿por qué su líder permitía que ignorasen sus órdenes? Lo busqué y me di cuenta que ya estaba a lo lejos junto a las carretas con las armas, rodeado de sus guerreros elites, ahí fue cuando me di cuenta de la diferencia de sus tropas. Allá con él estaban unos guerreros en cuyas espadas no se veían restos de sangre, eran guerreros formados y aunque lo que hacían estaba mal, seguían su código y se habían limitado a cumplir las órdenes de su superior; en cambio los que estaban arrasando el pueblo eran vulgares mercenarios que disfrutaban matar y mancillar a las mujeres, para ellos solo era diversión. Recordé lo que dijo mi madre y lo único que se me ocurrió hacer fue orar.

- Paladine, escucha a mi pueblo, observa cómo nos defendemos, por favor te imploro que nos ayudes, solos no sobreviviremos...

Y mis ruegos fueron escuchados...

Atravesaron el pueblo y a su paso eran pocas las cabezas de los mercenarios que quedaban sobre sus hombros, entraron cabalgando y en sus caras primero había confusión pero rápidamente entendieron todo, eran Guerreros, eran los enviados de Paladine...

Uno con la cabeza completamente rapada, su mirada estaba llena de sabiduría y sus puños golpeaban cual martillos... era un monje.

El otro era tan alto como mi padre, era un hombre de anchos hombros y fuertes brazos, su armadura brillaba con un aura de valor y su espada era la espada perfecta, jamás antes vista por mis ojos.

El último era sorprendente, acompañado de un tigre blanco, del cual parecía ser hermano, era un hombre joven en apariencia pero sus ojos hablaban de años, muchos años... era el más extraño hombre que he visto, no sé siquiera si era un hombre, mas parecía un híbrido de hombre tigre.

Los tres pelearon con valor, cada uno con su estilo, el monje proyectaba a los mercenarios como si fueran simples espantapájaros, el coloso caballero combinaba su arte en la batalla entre los perfectos movimientos de su espada y el honor que de él emanaba, lo vi ir de un sitio a otro ayudando a mi pueblo, su montura parecía entenderlo y ese hermoso caballo escoltaba a los pequeños hasta la seguridad de una de las pocas casas que no había sido incendiada. El hombre tigre acompañado de su fiel compañero, eran los más feroces, peleaban con sus garras y fauces, arrancando a destajo los cuellos de los mercenarios.

Mi pueblo al verlos reanudó la batalla con mayor fuerza, la moral de mi gente creció y cada uno de nuestros siguientes golpes fueron más certeros inspirados por los tres compañeros.

Yo di las gracias y ahora que las de ganar estaban de parte de mi pueblo me arriesgué a salir de mi escondite y corrí de un lado a otro ayudando a todos a llegar a la seguridad de la escuela, ahí llegaban los heridos, los niños y todo aquel que no podía defenderse, la escuela estaba custodiada por varios de los hombres más fuertes del pueblo, entre ellos por mi padre. Pasaban los minutos, mi madre y mis hermanos no llegaban, me acerqué a mi padre y se lo dije. Todavía hoy recuerdo como se transformó su cara, y me dijo:

- Peter, prepárate vamos hacia la casa a buscar a tu madre y a tus hermanos, mas no sé que encontraremos... Debes ser fuerte porque solo contamos el uno con el otro. Necesito que me obedezcas sea lo que sea que te pida que hagas...

Sin entender muy bien sus palabras asentí, y corrimos hacia el otro extremo del pueblo, hacia nuestra casa, en el camino pude ver a mis héroes, los cuales se había separado en la batalla y así fue como tuve oportunidad de ver lo que pasó...

El gran caballero de armadura reluciente seguía peleando como si el tiempo para él se hubiese detenido, no se notaba en sus golpes el cansancio de las ya innumerables batallas singulares que había sostenido, fue entonces cuando se detuvo en seco y su mirada de preocupación dirigió la mía hacia un lado de mi casa. Estaba ahí un anciano peleando por su vida y su desventaja era obvia, ya que el hombre aparte de estar de rodillas, un trapo cubría sus ciegos ojos; su atacante, un hombre sin honor, se preparó para apuñalear al ciego mientras con su otra mano forcejeaba por la espada. Volví a ver al caballero y me di cuenta que por mucho que corriera no llegaría a tiempo para impedir la muerte del anciano, pero algo pasó veloz ante mí, era un perro dorado y dando un brinco se metió entre su amo y el puñal que cegaría ahora su vida, el anciano gritó y con una furia incontenible se levantó y ante los ojos atónitos de su adversario, separó sus espadas y cruzó el cuerpo del mercenario, sorprendido miré al caballero y la sorpresa y admiración estaban reflejadas en sus ojos... el anciano recogió el ensangrentado cuerpo de su noble perro y camino hacia el caballero le dijo:

- Caballero, dime cuál es tu nombre, para así agradecerte que salves la vida de mi noble compañero.

-Mi nombre es Kerchack.

Y así fue como supe su nombre, Kerchack, impuso sus manos sobre la herida del labrador dorado y una luz azul emanó de ellas y la herida se cerró. Ahí fue cuando me di cuenta que en el peto de su armadura relucía el símbolo del infinito de Mishakal, diosa de la curación, esposa y consejera del dios Paladine. Entendí que Kerchack era un paladín de Mishakal; en ese momento escuché el grito de mi padre, el cual ya había entrado a la casa en busca de mis hermanos y madre.

Mi madre estaba en el suelo junto a mis hermanos; mi padre la había empujado justo a tiempo para evitar que una columna le cayera encima, quedando las piernas de él atrapadas debajo de una columna de fuerte y macizo roble. Corrí hacia mi madre para asegurarme primero de que estaba bien y cuando fui hacia mi padre ya Kerchack estaba ahí ayudándolo a levantar la colosal columna sólo lo suficiente para que pudiera liberar sus piernas. Entre los dos lograron levantar un poco la columna.

Kerchack ayudó a mi padre a levantarse, gracias a Mishakal sólo cojeaba, mi madre abrazó a mi padre y lo ayudó a caminar hacia el refugio de la escuela. Mientras tanto yo trataba de localizar a mis otros dos héroes y encontré al monje, se dirigía hacia la salida del pueblo, donde estaba el líder de los atacantes, con la tez serena avanzó, pero algo, una barrera invisible le impidió llegar hasta él, se notaba que el monje se sentía impotente al ver tanta muerte y destrucción, alzo la voz y le dijo:

- ¡Tú! Detén ya a tus tropas, ordénales que se retiren.

Y el ser de la calavera comenzó a reír, con una risa hueca y tenebrosa, apuntó al monje con su dedo. Inmediatamente el monje levanto también su puño y ambos se quedaron viéndose. Detrás de mí estaba Kerchack, observando la escena y con voz preocupada solo dijo:

- Cuidado Samyee.

Todo el pueblo parecía haberse congelado, ya la batalla había cesado, toda la tensión estaba ahora ahí, sobre esa colina, en esa batalla singular de razones, entre Samyee y él. De repente, un grito rompió el silencio y el Líder de la Calavera dijo apuntando todavía a Samyee:

-¡MUERE!

Rápidamente Samyee también grito y de su puño salió una versión fantasmal de él mismo proyectándose hasta golpear a su adversario, inmediatamente ambos cayeron al suelo. Unos seres de túnicas negras y completamente cubiertos se formaron en fila entre su líder y el pueblo y empezaron a entonar un cántico tenebroso y aquella barrera, antes invisible se hizo más fuerte, parecían rayos atrapados entre cristales.

Kerchack corrió hacia Samyee, y apareció el híbrido con su tigre, los cuales estaban liquidando a los mercenarios que quedaban; el soberbio animal, se arraigó a los pies del cuerpo de su compañero caído. Kerchack viendo la expresión de furia del hombre híbrido le dijo:

- Molisar, ¡calma! No pongas en peligro tu vida.

Molisar no le hizo caso y rugiendo con furia corrió hacia la barrera, en el camino se encontró con un mercenario rezagado y casi sin dificultad, con sus garras le arrancó la cabeza y la arrojo desafiante hacia la barrera; al llegar se golpeo muy fuerte y cayó de rodillas, rugiendo, gimiendo... El dolor por la muerte de su amigo se desataba en una furia solo contenible por la barrera mágica, la cual golpeó una y otra vez con sus garras, sin poder alcanzar su objetivo.

Yo me encontraba cerca del cuerpo de Samyee. Ahí estaba Kerchack como en un trance, de rodillas con el cuerpo de su amigo entre los brazos, parecía que estuviera conversando con alguien y de repente dijo:

- ¡Sí, daría mi vida por la de él...

En ese momento, Kerchack cayó suavemente hacia atrás, Samyee abrió los ojos y Molisar corrió hacia sus compañeros, rugiendo y con la vista nublada por las lágrimas levantó el inmenso cuerpo de Kerchack y empezó a caminar hacia la iglesia, seguido de su tigre y de un atormentado Samyee, el cual sólo preguntaba ¿por qué lo hizo? ¡Era yo el que debía estar muerto!

Todos sin preocuparnos de nada mas, caminamos cobijados en la oscuridad tras los compañeros hacia la iglesia, una vez ahí, Molisar puso con cuidado el cuerpo de Kerchack sobre el altar y todos comenzamos a orar, agradeciendo la ayuda recibida y venerando a nuestros caídos en batalla y en especial al caballero. De repente, del pecho de Kerchack, de donde estaba el símbolo de Mishakal, una tenue luz azul fue intensificándose hasta cegarnos a todos.

Cuando pude abrir mis ojos vi a los compañeros enlazados en un abrazo fraternal, muchos reíamos, otros todavía lloraban la muerte de sus fallecidos y en medio de abrazos y consuelos las puertas del templo se abrieron y vimos entrar sonrientes a algunas de las personas que habían dado su vida por defender nuestro pueblo. Las esposas, esposos e hijos corrieron hacia fuera para ser parte del milagro, buscando a los suyos por el campo de batalla que habían sido las callejuelas de nuestro pueblo...

En cada sitio, donde había caído uno de los nuestros, al ellos levantarse florecieron maravillosos rosales, de fuertes tallos y flores tan blancas que parecía que irradiaban cual estrellas en la oscuridad. El rosal más impresionante de todos, fue aquel que floreció donde un hombre había dado su vida por defender a unos extraños; otro, la suya por un amigo y en donde aprendimos que sin importar de donde venga, el honor y la amistad son tan fuertes vínculos como lo es la sangre.